Medianoche. La luna destella terribles rayos finos sobre la ciudad que se impacienta por amanecer, por volver a empezar el día. Y los hombres salen y caminan entre las lamparitas que titilan sobre la niebla. Es otoño, es Abril en las peores horas. La calle que vive afuera del balcón adopta todos los transportes posibles, los mas humeantes y olorosos, para ocultar el miedo de la soledad a las 4am, hora del horror. Hora en que la quietud se impacienta, y el momento que dura el silencio, parece transportar el living de la casa a la otra dimensión, al túnel ciego donde las pesadillas hacen el entretenimiento semanal, el rato del horror.
El hombrecito se sienta y espera. Se levanta, se hace un café y espía por la ventana este del departamento. No aparece. Pierde la noción del tiempo para distraer la mente. Se enciende un cigarrillo negro que chupa dos o tres veces y luego apaga. Vuelve a mirar por la ventana, el cielo negro se abre entre algunas nubes borrosas que se acostumbran a la oscuridad. El hombrecito se vuelve a sentar, aprieta el puño, las manos ásperas por el viento helado, el mismo viento helado que siente en la cara cuando por fin cierra los ojos. Se calma, siente frío pero está bien, siente la negrura de la habitación que parece tragarselo entre el silencio que ha esperado durante toda la noche. Se acomoda, se pierde en la nada.
En la calle las mujeres gritan. El silencio sagrado se quiebra entre alaridos de dolor. Un perro callejero chapotea en las tripas de una niña que aún da patadas al aire. El hedor se transporta hasta el 1°, el 2° piso del edificio marrón caqui, como una señal de auxilio. Pero no alcanza. Y por fin el silencio otra vez.
El hombrecito abre el puño, siente los rayos de sol quemarle la cara. Se levanta, cierra la ventana este y se hecha a dormir, la siesta de la madrugada.
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