26 de agosto de 2010

LOS OTROS QUE NO SOMOS NOSOTROS.

En la casa donde vivía siempre me quedaba viendo por la ventana del piso 7 la gente que paseaba por la calle, todos se veían horribles, iban dando tumbos, apurados, intentando encontrar un lugar en aquella ciudad. Pero a mi me tenía sin cuidado, me divertía la desgracia ajena, así que me pasaba el rato tendida hacia la cara sur de la casa sin hacer nada, algunas veces encendía un cigarro imaginario y soltaba bocanadas de humo invisible para tener algo que hacer, porque yo en realidad no fumo, nunca. Pero la mayor parte del tiempo me la pasaba mal, me aburría y jugaba con el cachorro blanco que me acompañaba desde hacia un tiempo. Era un cachorro bastante inusual, tenía unos ojos muy pequeños, negros y brillantes, y se quedaba horas siguiendo alguna pelusa viajar por el techo, a mi me resultaba maravilloso, así que me pasaba todo el rato con el, discutiendo temas existenciales en un silencio fiel. Otras veces salíamos a pasear animados y pasábamos, obligadamente, por el parque.
Una vez salimos a caminar, el cielo estaba de un gris espeso, y yo sabía que en algún momento rompería a llover, pero aún así, decidimos salir, cuando llegamos al parque solté a mi perro que estaba ansioso por saludar a sus amigos y yo me senté bajo un tilo que tenía las hojas muy pálidas y enfermas, hacía un frío horrible, de esos que te llegan al hueso, así que metí las manos en los bolsillos y me puse a mirar alrededor, había un viento extraño, que hacía danzas con los árboles y las aves, era una situación muy solitaria y musical, con ese episodio recordé que alguna vez había querido ser un ave, pero luego cambié de opinión porque supuse que las aves siempre andan muertas de hambre, y eso no me hizo ninguna gracia.
Me quedé mirando a mi cachorro dando saltos y haciendo sonidos amigables con sus amigos, ese juego me parecía algo fantástico, nunca había visto una situación similar en humanos, digo, tratarse amigablemente, sin rodeos.
Siempre me había molestado la gente, toda la gente. Cada vez que estaba cerca de ellos me sentía de forma extraña, como si fueran vampiros chupando mi sangre, o aguardando estratégicamente el momento para hacerlo. Eso me cabreaba, a mi no me gustaba tener moscas alrededor. Las personas terminaban por me resultarme demasiado ilusas, y engreídas. Y eso era algo inadmisible para mí, hasta despreciable. Solo imagina las circunstancias, alguien que solo se considera como individuo inigualable e insuperable, es lo más desagradable y aburrido.
Alguna vez había leído que sólo hay una única enfermedad universal y todo el resto son sus manifestaciones: es la arrogancia, y su expresión extrema es egocentrismo, lo cual implica una la visión de si mismo apartada del resto, la ausencia de un enfoque de la realidad como un conjunto. No recuerdo de que venía, pero siempre me pareció muy acertado.
Como sea, me quedé largo rato sentada sobre la hierba húmeda, inspeccionando cada movimiento, a veces parecían luchas colosales, y otras eran sin duda danzas inmaculadas. Me quedaba fascinada.
Mi cachorro se acercaba de a ratos para supervisar que todo estuviera en orden, y luego se alejaba volviendo la mirada varias veces para comprobar que aún seguía ahí, aguardando fielmente su regreso. Eso nunca dejé de agradecérselo. No era ninguna insignificancia.

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